La contrucción de los fuertes

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El monasterio de San Vicente era una de las fundaciones más antiguas. Su origen se remontaba a la Edad Media, pero su última arquitectura era fruto de reconstrucciones sucesivas tras varios incendios, hasta la conclusión de su iglesia a fines del siglo XVII según trazas de fray Gabriel de las Casas. Tal como figura en los planos que han llegado se organizaba en torno a un claustro de cinco arcos por panda, edificado en el siglo XVI, y tenía una escalera claustral proyectada por Ribero Rada que seguía la solución introducida por Rodrigo Gil en San Esteban. Las dependencias conventuales se prolongaban en un ala y formaban con la iglesia un ángulo recto constituyendo el típico compás característico de los conventos. Su fachada, provista de pórtico inferior de cinco huecos, imitaba la del convento de San Andrés. Se trataba de una construcción sólida, de estilo bastante clásico y lo suficientemente espaciosa como para acoger con cierta comodidad a más de ochocientos hombres. De hecho había sido uno de los principales conventos donde se acuartelaron los franceses nada más entrar en Salamanca.

La fortificación del monasterio se inició a finales de 1809. Según Zaonero empezaron levantando una pared con almenas y troneras en la huerta del convento. Él mismo nos habla de la construcción en marzo del año siguiente de "una pared en forma de triángulo" ante la puerta de San Vicente, lo que coincide con los planos conservados. A falta de otras fuentes son estos planos los que mejor nos informan de las obras realizadas. El dispositivo defensivo más importante se centró en la zona norte, por ser la más vulnerable. Desde el ángulo más saliente del convento hasta las proximidades de la puerta de San Vicente, construyeron un muro abaluartado, precedido de un gran foso, contraescarpa y antemuro, como se advierte en el plano de la sección. En el lienzo que separaba los dos baluartes, situado frente a la calle que se dirigía al monasterio, dispusieron una plataforma artillera con cuatro cañoneras. La entrada al fuerte desde el interior de la ciudad la colocaron a la derecha del bastión más grande, incluida dentro de un recinto cuadrado y en recodo. Desde el exterior se podía también acceder a través de la puerta de San Vicente de la antigua muralla. Para protegerla levantaron delante de la misma otra especie de baluarte y situaron la entrada en el flanco sur y en recodo. A lo largo de toda la vuelta que describía en esa zona la cerca primitiva, colocaron de manera discontinua baterías de cañones orientados al oeste y al sur; y para aislar el recinto, construyeron otro muro en la parte oriental, desde la muralla hasta el ángulo sudeste del claustro, que describía en su trazado amplios ángulos. Delante abrieron también un foso con antemuro o empalizada, que se extendía hasta otra potente pared poligonal con troneras, levantada para defender la parte nororiental de la fortaleza, construida entre ese ángulo del claustro y el pabellón saliente del convento. Allí emplazaron otros cuatro o cinco cañones desde los que controlaban prácticamente toda la mitad sur de la ciudad. Por último, otro muro más sencillo englobaba todo el terreno que se extendía desde esta ala del convento hasta el arroyo y la puerta de los Milagros, incluyendo la huerta que había en la parte baja. Además, para mayor seguridad de los refugiados, los franceses tapiaron y aspilleraron las ventanas del convento, y parece que reforzaron también algunos de sus muros con contrafuertes, como se aprecia tanto en la planta como en algunos grabados de fechas posteriores. En diciembre de 1811 construyeron asimismo en el interior del recinto tenadas para abrigo de los guardias.

Al frente de estos trabajos estuvieron siempre ingenieros militares, como era tradicional en Francia. Villar y Macías atribuye la dirección al ingeniero Mr. Gerard, aunque documentos de 1812 citan como tal al comandante Du Genie, que contaría con la ayuda, entre otros, del oficial de ingenieros P. de Fungol e incluso de algún español, como el arquitecto municipal D. Blas de Vegas, que se encargó con este último de tasar diversas propiedades que se fueron derribando. El mayor peso de la financiación de estas obras recayó sobre la población salmantina, que tuvo que soportar sucesivas contribuciones extraordinarias, especialmente desde marzo de 1810, para atender a las distintas necesidades del ejército. No contentos con eso, en octubre de 1810 nos dice Zaonero que por un edicto obligaron "a todos, sin escesionar al párroco", a ir a trabajar donde mandasen durante seis días, o a pagar una compensación por librarse.

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